jueves, 2 de abril de 2009

El Viejo Señor Obispo - El trueno entre las hojas.

La señora Teresa, hermana del Obispo, estaba preparando la cena, mientras él estaba acostado en su catre descansando, cosa que casi nunca sucedía.
El Monseñor no despertaba, ella cada vez más desesperada porque toda esta situación era muy rara, le hizo algunas preguntas, de las cuales, él no respondió ninguna.
Teresa preparó toda la mesa para la cena con los mendigos. El Obispo despertó y luego de la cena ejecutó el armonio con los mendigos mientras su hermana lavaba los platos.

El Pontífice viajo a Roma hace varios años atrás, después de doce años de ausencia regresó, y encontró que su pueblo había sido manipulado.
Luego fundó un periódico para combatir con ideas cristianas a los señores terratenientes.
Con el paso del tiempo, lo nombraron “Obispo de los pobres”. Fue el máximo título que podía obtener, ya que el mismo renunció a todos los sillones arzobispales.
Debido a esto, fue llamado por el presidente para firmar una Carta Pastoral para “pacificar espiritualmente el país”. Él se negó, ya que estaban tratando de pacificar a balazos y eso le ponía muy nervioso. Luego, se negó por segunda vez, ya que él no era el titular de la Diócesis, y para conseguir la firma, el presidente le propuso ponerlo al frente de la Iglesia. Y él se puso más nervioso aún, respondiendo que la Iglesia no era una comisaria.
El Presidente estaba muy enojado al ver que el Obispo jamás firmaría la Carta entonces salió corriendo y gritando de la habitación.
Desde ese momento, el Monseñor tuvo que soportar todos los ataques de cada gobierno para con los pobres.
Empezaron los balazos, y la casa del Obispo se convirtió en hospital, la señora Teresa y su hermano atendían a los heridos. Dos de ellos murieron, el Obispo los enterró en su casa esa misma noche.
Cuando terminó la contienda, el general vencedor llamó de nuevo al Obispo y le acusó por no haber denunciado a las autoridades anteriores. El general le gritó muy cerca, casi escupiéndolo.
Luego de esto, el Obispo quedó prisionero en su casa por haber querido servir al mismo tiempo a Dios y a los hombres.
Quedó muy triste y le confesó a un campesino que tal vez se había equivocado.

Le quitaron todos los cargos. Como único privilegio le dejaron los lugares para celebrar en su casa el Santo Sacrificio.
Pero el Obispo siguió ayudando y prestando su casa a personas de todos los bandos, a necesitados de toda especie.
Ya viejos, el Obispo y la señorita Teresa tuvieron que vender lo que les sobraba para comer y dar de comer.
Cuando el Obispo vendió su escritorio, ella vendió sus joyas, su peineta. Cuando el Obispo vendió su cama, ella ya no tuvo nada que vender.
Luego, vinieron llegando mendigos, eran once, había de todo, sordomudos, abandonados, muy creyentes, prostitutas, etc.
Iban todas las noches a cenar, pero esa noche en especial, preguntaron por el Monseñor y Teresa les dijo que estaba descansando porque estaba enfermo.
Igual ella les sirvió la cena y comieron todos.
De repente ven al Obispo ejecutando el armonio, en ese momento ya no parecía, viejo, ni encorvado, ni enfermo. Luego oyeron una voz que recordaba cosas vividas, sueños y esperanzas que por fin se materializaban en una paz extática, llena de bondad, de comprensión y de perdón.
El Monseñor le dijo a Teresa que les diera toda su ropa a los mendigos, solo quería que dejara su sotana y su solideo que trajo de Roma para ponérselo el día de su muerte.
Luego, el Obispo se levantó, abrazó a los once mendigos y a su hermana, los besó a cada uno y se retiró silenciosamente.
Después de esto, todos empezaron a marcharse.
La señorita Teresa entró al cuarto, pero el viejo señor Obispo dormía ya, pero en el gran sueño. No le tocó la frente porque sabía que estaba helada.
Se arrodilló frente al catre, y rezó largamente en medio de un llanto silencioso.
La señorita Teresa se echó sobre la cabeza su manto negro y salió a la calle. Tenía que conseguir un ataúd para su hermano, pero era difícil, anduvo mucho, golpeó puertas, habló con bastante gente, antiguos conocidos, parientes, todos, pero nadie le ofrecía ayuda.
Sólo le restaba un lugar, el atrio de la Recoleta.
Llegó a pie desde el centro. Los mendigos la rodearon. No fue necesario que hablara. Ellos comprendieron lo que la señorita Teresa venía a contarles.
Ella les pidió ayuda para vender el armonio y así poder comprar el ataúd.
La calle, el patio, la casa, todo lleno de gente.
Unas mujeres la ayudaron a poner el cuerpo en el cajón, al transportarlo cayó al suelo y todos lo recogieron y le dieron un beso.
Entre todos lo llevaron a enterrar.

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